Dibujar, grabar y pintar sobre la roca

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Dibujar, grabar y pintar son expresiones profundamente humanas, intrínsecamente ligadas a la vida y al desarrollo cognitivo de un cuerpo que aprende y que se comunica con otros y con su entorno. Dibujar, grabar y pintar son la base productiva del arte rupestre. Cada una representa y determina universos significativos particulares y que muchas veces conviven, entrecruzan y traslapan.

En lo que respecta al dibujo, este se vive como una experiencia de borde, de límite, de fronteras, de demarcación y contorno. Estos límites no sólo dan forma a figuras, íconos o imágenes, sino que también proyectan extensiones mentales del espacio que pueden dar vida a conceptos más complejos, como los vinculados al de territorio o al de mapa. Así, por ejemplo, las extensiones territoriales para su conocimiento y control administrativo se delimitan y se despliega al entendimiento a través de un dibujo, muy concretamente a través de un mapa, en el cual, a su vez, se distribuyen otros dibujos que representan y/o proyectan todo tipo de usos, deseos y necesidades. Dependiendo de los contextos culturales, estos podrán incluir extensiones de cultivo, canales de regadío, rutas caravaneras, senderos, caminos, carreteras, tranvías o turbinas eólicas.

El acto de dibujar, concebido como una acción que busca establecer límites, implica, por tanto, ordenar; y esto a su vez, es parte intrínseca de la vida, ya que involucra la construcción de un espacio de desarrollo y entendimiento espacial y de convivencia, desde lo micro hasta lo macro, desde lo individual hasta lo colectivo. Al trazar una línea, se establece un pensamiento relacional, en el que coexisten y confrontan dos o más realidades: lo que está dentro y lo que está fuera; el aquí y el allá; lo sagrado y lo profano. Dibujar, a través de la administración de líneas, gestos o marcas, significa, por tanto, establecer conexiones, desarrollar vínculos significativos.

Desde este punto de vista, dibujar es también hilvanar, coser y tejer. Así, a lo largo de la historia de la humanidad, el dibujo ha posibilitado el desarrollo de herramientas, utensilios, narrativas, sueños y deseos de todo tipo. Vincular estrellas y crear constelaciones figurativas es otro ejemplo de este pensamiento gráfico relacional. Dibujar es, sin duda, un acto de pensamiento.

Accedemos al arte rupestre a través de dibujos grabados en la roca. Grabar implica dibujar con fuerza, determinación y mucha destreza sobre una superficie, en este caso, una superficie rocosa. Este proceso permite que la superficie se transforme y fije un límite claro, consolidado e indeleble del dibujo proyectado, creando así una señal, figura o imagen subrayada, destacada volumétricamente. El acto de grabar es, en esencia, horadar. Por ello, la acción de grabar, al perforar una superficie rocosa, representa la transición desde lo efímero del dibujo hacia la trascendencia de una imagen que busca “permanecer” a través del tiempo, gracias al cincelado, labrado o tallado de la roca. En este sentido, el dibujo se presenta como una fase que precede al acto trascendental del grabado. 

Al grabar, no solo se trabaja y transforma la materia, sino que también se habilita la exploración creativa de los universos perceptuales y fenoménicos de los efectos de la luz y la sombra en la superficie rocosa. Es, por tanto, un proceso que va más allá de solo el material volumétrico; implica la administración creativa de la interacción entre la forma grabada y los juegos lumínicos que le afectan, resaltando sus cualidades expresivas a través de los diferentes niveles de profundidad de las superficies horadadas. A través del grabado, se proyecta el dibujo de la sombra; y la sombra dibuja el contorno de las figuras grabadas. Así, paradójicamente, el dibujo grabado tiene la capacidad de trascender en el tiempo y, al mismo tiempo, la flexibilidad de transformarse de manera constante, dependiendo de los efectos lumínicos proporcionados por el entorno. Esta naturaleza cambiante hace que las figuras grabadas sobre las rocas tengan la cualidad de aparecer y desaparecer constantemente conforme pasan las horas, los días y las estaciones del año.

Por otra parte, la pintura rupestre se manifiesta también como una experiencia sensible vinculada a la aplicación de manchas sobre rocas. Cada mancha está compuesta por fluidos o mezclas de pigmentos que colorean, tiñen y adhieren a las superficies rocosas, dejando así su impronta significativa. Mientras que el dibujo representa el sendero proyectado, pensado o imaginado; y el grabado, el sendero horadado; la pintura representa el continente de ese espacio, su área, que es la medida de la extensión de la superficie circunscrita por el dibujo. Es la cantidad de espacio bidimensional que ocupa una determinada figura o una región gráfica en un plano. 

La mancha lleva consigo un estatuto de descontrol del cual carecen el dibujo y el grabado. Existe un azar intrínseco vinculado a su desborde que, no obstante, puede ser dirigido mediante herramientas de control como pinceles, matrices o tampones. La pintura se configura, por tanto, como una estrategia visual que busca un equilibrio entre el control y el descontrol de sus posibilidades. Desde esta perspectiva, la pintura puede prescindir del dibujo en la configuración de una señal, marca o imagen, ya que una zona pintada es capaz de determinar sus propios límites con la superficie y entorno en la que se ha realizado, a través del contraste que posibilita el fenómeno del color. Así, en función de sus tonos, tintes o brillos particulares, la pintura puede autodeterminarse sin la ayuda o necesidad de las mencionadas acciones gráficas, aunque suelen convivir sin mayor problema.

En este sentido, la acción de pintar se revela como una experiencia profunda ligada al color y, dado que la percepción humana del entorno se experimenta a través de una paleta de colores, el universo del color adquiere simbolismos intrínsecos conectados a estas vivencias del mundo. En consecuencia, la gestión del color implica infundir al mundo con significados culturales distintivos. El acto de colorear se convierte en una expresión humana que confiere una nueva perspectiva a la realidad, aportando literalmente una capa de significado nueva a las superficies rocosas y, con ello, a los entornos. Así, cada cultura teje vínculos particulares con el color, y su apreciación se ve moldeada por sus propias cosmovisiones, usos y contextos.

Por último, independiente de si se trata de un grabado o de una pintura en la roca, las huellas, señales o imágenes humanas arraigadas en las superficies rocosas dialogan con su geomorfología. No se trata simplemente de la creación de figuras aisladas que flotan en su superficie, sino que integran una trama visual que las conecta de manera formal, compositiva y rítmica con el espacio que las sostiene. Así, por ejemplo, algunas grietas naturales horizontales de una determinada roca pueden llegar a representar la línea de suelo que sostiene la imagen de una llama o de un felino andino. Este fenómeno podría interpretarse como una manifestación de pareidolia, un proceso en que la mente humana tiende a percibir patrones familiares o reconocibles, como caras, figuras o escenas más complejas, en estímulos visuales ambiguos. En estos casos, las rocas en su estado natural tienen la capacidad de motivar o inducir a través de sus formas y texturas, diversos elementos de la realidad subjetiva, tanto de quien las percibe, como de quien las crea.


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